Las manifestaciones de octubre han dejado de manifiesto la existencia de un profundo malestar en el país, la exigencia de una sociedad menos abusiva, más justa, inclusiva y solidaria, así como la necesidad de un acuerdo social. Estas demandas —que se venían expresando desde hace años, aunque con menor intensidad— son semejantes a otras que desde la segunda mitad de la década de 1990 vienen haciéndose en la Universidad de Chile. Si bien no todas han sido resueltas, particularmente algunas que apuntan a aspectos centrales del modo de organización de la universidad en el contexto de una educación superior mercantilizada, la Universidad ha sido capaz de procesar gran parte de ellas, proponiendo soluciones que recogen aportes de la comunidad. Un factor importante que ha contribuido a ello ha sido la existencia de un Senado Universitario en que participan representantes de los tres estamentos. La creación del Senado Universitario fue una buena idea. La experiencia de la Universidad de Chile en el procesamiento de las demandas sociales, con sus aspectos positivos y sus limitaciones, puede ayudarnos a pensar el momento actual.
Como resultado del movimiento universitario de 1997 y del proceso de deliberación institucional al que este condujo, la Universidad de Chile cambió el estatuto de la dictadura por otro que incluía, entre otros cambios, la figura del Senado Universitario. La novedad que esta traía consigo era la incorporación de un órgano triestamental y deliberativo, a contrapelo del orden legal heredado, que impedía la participación de estudiantes y funcionarios en el gobierno de la Universidad. Con la creación del Senado Universitario —nombre quizás un poco pomposo, pero común en órganos semejantes en universidades de otras regiones— se reconocía la participación de todos los estamentos de la comunidad (académicos, estudiantes y funcionarios no académicos) así como la igualdad de todas las facultades. Implicaba, pues, un avance en la democracia universitaria. Contenía también un mensaje contrario a una idea subyacente en el medio universitario nacional y que, a pesar de los cambios, sigue teniendo muchos partidarios, sobre todo entre quienes toman las grandes decisiones políticas en el país. La idea de que el gobierno universitario es una cuestión puramente técnica, que depende de expertos agrupados en directorios: la universidad como empresa eficiente. Se oponía también a la creencia, arraigada en la Universidad Chile, de que la universidad es un conjunto de facultades autofinanciadas que deben competir en un mercado universitario interno y externo: la metáfora del archipiélago de facultades. Contra ambas, el Senado Universitario venía a simbolizar la aspiración de la universidad como una comunidad cuyos integrantes comparten la responsabilidad de su conducción: la universidad de los estudios, la agrupación de quienes se dedican al estudio, como todavía llaman los italianos a sus universidades.
No quiero dar aquí una visión edulcorada de esta buena idea que, a mi juicio, ha sido el Senado en la Universidad. La democracia universitaria tiene especificidades que derivan de su misión y se mueve entre la jerarquía del conocimiento y la anarquía que favorece el disenso, la creación y la máxima libertad intelectual, fundamento del quehacer propiamente universitario. Si a esto le sumamos el rol que las universidades, en particular la Chile, han cumplido en Latinoamérica y, consecuentemente, el interés que tienen en ellas distintos sectores sociales y grupos políticos e ideológicos, es fácil entender que el Senado Universitario ha tenido que navegar, como dice el tópico, en aguas procelosas. La existencia de una tradición de relaciones excesivamente jerárquicas entre estamentos también ha sido un obstáculo para aceptar el diálogo entre pares que supone el Senado Universitario.
No obstante, al momento de hacer un balance, el Senado Universitario ha contribuido a procesar las diferencias y a dar respuestas institucionales a nuevas demandas y nuevos problemas que surgen en la Universidad; demandas y problemas universitarios que tienen su correlato en los del país. Propuso un nuevo estatuto que avanza en la democratización de la Universidad; aprobó un reglamento de remuneraciones que busca una mayor equidad; elaboró un plan de desarrollo institucional que apunta a una universidad más integrada, más respetuosa de los derechos de sus miembros y con un rol público más definido. A esto hay que agregar las distintas políticas generales aprobadas en materias que son muy sensibles para la comunidad universitaria y que también tienen que ver con una universidad más inclusiva y con menos abusos. En ellas participaron no solo integrantes del Senado, sino también organizaciones universitarias y unidades de rectoría.
Si bien universidad y sociedad general no son idénticas, es fácil advertir que los problemas que el Senado Universitario ha abordado se manifiestan también, de modo amplificado, en todo el país. Las protestas de octubre muestran que los chilenos quieren una sociedad más democrática, menos desigual, más inclusiva e integrada y con menos abusos. Es difícil que la Universidad hubiese encarado este tipo de problemas sin un órgano como el Senado, en que participan representantes de todos los estamentos y todas las facultades. Por otro lado, el que algunos de sus acuerdos, como la reforma del estatuto o el reglamento de remuneraciones no hayan podido todavía someterse a referéndum (el primero) o implementarse (el segundo), sugiere que la solución de las demandas no es para nada una cuestión sencilla porque muchas de ellas tienen que ver con aspectos nucleares del modo en que hemos organizado la sociedad y la propia universidad en estas décadas. El Senado, aunque necesario, no es suficiente.
La idea que tuvieron quienes propusieron crear un Senado en la Universidad de Chile fue buena. A pesar de las críticas de que ha sido objeto, como la baja participación en las elecciones (un problema, otra vez, que se manifiesta también en la sociedad general), el Senado ha sido capaz de procesar demandas de la comunidad universitaria y proponer respuestas que difícilmente habrían sido posibles sin su existencia. Hoy vemos que esas exigencias no eran exclusivas de la Universidad, sino que tenían un correlato más amplio y profundo en la sociedad general. El estallido social que estamos viviendo resulta de la incapacidad que, por años, ha tenido la organización política e institucional del país para procesar demandas muy sentidas de mayor equidad e integración, que suponen alcanzar un acuerdo social. Las discusiones que hemos tenido sobre estas materias en la Universidad, nuestros logros y nuestras limitaciones, pueden contribuir a pensar esta nueva etapa que parece iniciarse en Chile. Contamos también con un rector que ha liderado la lucha por recuperar lo público y avanzar no solo hacia una universidad más responsable socialmente, sino hacia una sociedad más solidaria y humana. Sin embargo, debemos ser conscientes de que no hemos avanzado todo lo que podríamos y que hay propuestas centrales para una Universidad más equitativa e integrada que aún no hemos implementado.