Columna de Grínor Rojo:

Saqueos de primera y segunda clase

Saqueos de primera y segunda clase

El reventón social del 19 de octubre, en cierto sentido aunque sólo en cierto sentido, no fue novedoso. En los últimos quince años se registran en Chile estallidos estudiantiles, de las mujeres, de los pensionados, de varios gremios (salud, profesores, etc.), todos ellos de una envergadura menos y más considerable. Basta recordar aquí las numerosas marchas del movimiento No+AFP, que han sacado a la calle a cientos de miles de personas a partir de 2016. La diferencia es que el reventón del 19 de octubre de 2019 no fue particular y cerrado, sino general y transversal. No fueron los miembros de este o de aquel colectivo específico los que protestaban. Era la “gente”, esos a quienes hasta ayer se los nombraba como el “pueblo”, los/las que se habían declarado en rebeldía. Era este, al mismo tiempo, califiquémoslo nosotros ahora, un salto atrás y un salto adelante. Un salto atrás, porque era una prueba del debilitamiento contemporáneo (porque no es sólo chileno) de la actividad sindical y política con un sello “de clase” o, al menos, con un sello “gremial”. Prueba de eso es que, por muy importantes que haya sido las manifestaciones específicas a las que arriba me referí, ellas no hicieron una mella profunda en el sistema. Pero es preciso observar que el reventón fue un salto adelante también e incluso puede que para mejor, porque estaba demostrando la existencia, con cualquiera sea el nombre que quiera dársele, de un reprimido que regresa masivamente, del retorno de la idea así como de las posibilidades de actuar para los fines de un colectivo nacional que ha acumulado una carga de agravios muy grande y al que hoy día mueve la más acerba indignación.

En un texto que escribí a propósito de los “saqueos” que se produjeron con posterioridad al gran terremoto del 27 de febrero de 2010, y que se publicó con ese nombre en mis Discrepancias de Bicentenario, yo comparé el terremoto ocurrido un mes y medio antes, el 12 de enero, en Haití, como se sabe en el país más pobre de América Latina y uno de los más pobres de la tierra, y donde también hubo saqueos, con el caso de Chile. Mi conclusión fue que en Haití, donde el terremoto fue de una escala menor (7 grados Richter), pero provocó daños enormes (más de 300 mil personas muestras y un millón y medio que se quedaron sin casa), los saqueos fueron menos que en nuestro país, donde el terremoto, aunque fue mayor (8.8 grados Richter), provocó menos daños pero sí más saqueos.

No sólo eso. De acuerdo a los partes de Carabineros, en nuestro país los delincuentes profesionales, es decir aquellos que contaban con el prontuario respectivo, fueron entonces un porcentaje mucho menor que el de los, llamémoslos así, “oportunistas”. Según la policía de Concepción, sólo el 10 por ciento de los detenidos tenía antecedentes delictuales. O sea que fue mayor el porcentaje de aquellos que, siendo ciudadanos carentes de prontuario, aprovecharon la ocasión para delinquir. Y algo más: en Haití, donde el indicador de pobreza es del 70 por ciento de la población, los que saquearon lo hicieron por eso, porque eran pobres y tenían hambre; en Chile, donde el indicador de pobreza es del 10.7 por ciento de la población, los que saquearon lo hicieron también por eso (¡en Chile hay pobres, visibles algunos y encubiertos otros, paremos ya de fingir!), pero también para satisfacer otro tipo de necesidades, las zapatillas Nike, el televisor HD, el celular de última generación, etc., o para comerciar con lo saqueado, vendiéndolo en las ferias mientras fungían de emprendedores cuentapropistas. Mi tesis es, por supuesto, que en el reventón social de octubre pasado, que cuando escribo esta página aún no decae, ocurrió lo mismo, que los autores de los saqueos que se iniciaron entonces no fueron/son todos delincuentes profesionales. O, peor aún, que no siéndolo en su gran mayoría, si se convirtieron en saqueadores fue por algo y por más de algo. En declaraciones hechas al diario La Tercera del 28 de octubre, dos semanas después del comienzo de las protestas, la ministra Secretaria General de Gobierno Karla Rubilar aseguraba que los responsables de los destrozos y saqueos eran “un número infinitamente menor. Son unas 6.500 personas que creen que pueden tomarse Santiago”. Pienso yo en la pobreza, como ya dije, pero pienso al mismo tiempo en un deseo insatisfecho y consistentemente azuzado, y me refiero con esto al que se concreta como un afán de consumo (o de posesión de los bienes de consumo que el dinero permite y que son los mismos que tiene el vecino de al lado con el cual compito en el afán de “tener” cosas), por una parte, y por otra en la incapacidad de mitigar ese deseo echando mano de la educación de los chilenos en una ética de la solidaridad y, por lo mismo, habilitada para poner coto a la fiebre de la competencia.

Me dicen que en Chile hay quinientos mil jóvenes entre los quince y los veinticinco años de edad que no estudian ni trabajan. Podrían hacerlo quizás, pero no lo hacen porque existen otras actividades, “extraoficiales”, que les resultan más atractivas. Quien lee ahora esta nota sabe cuáles son esas actividades y no hace falta que yo lo/la aburra enumerándoselas. Cabe observar únicamente que lo que a esos jóvenes les ofrece el sistema educacional y económico chileno vigente no los satisface. Que una mala educación, que no educa ni sirve para nada, como no sea para estimular en ellos el deseo de poseer cosas, una mala cultura mediática, que redobla esta misma ansiedad, y una mala economía, que no recompensa el trabajo decentemente, son las que crean las condiciones para que esos jóvenes estén donde están.

Claro está: explicar la causa de los saqueos no es lo mismo que justificarlos; entenderlos no significa disculparlos y menos aún defenderlos. Hanna Arendt leyó las atrocidades de Adolf Eichmann diciendo que lo que percibía en ellas era la “banalidad del mal”, pero no las justificó. Del mismo modo, yo no justifico los saqueos ocurridos en Chile, pero me siento en la obligación de pensarlos. Que el gobierno los use para desacreditar las protestas populares, es obsceno. También, como el gobierno, yo creo que hay que acabar con ellos, pero a sabiendas, como decía el presidente Lula con un dedo en alto, de que “una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. 

Pero antes conviene acordarse de los “otros” saqueos, los de primera clase, que se han venido sucediendo en Chile desde arriba a partir de la dictadura y que no disminuyeron durante la postdictadura. Me refiero a los saqueos de los bienes del Estado, es decir, del patrimonio de todos los chilenos. Saqueo del cobre, la principal fuente nacional de riqueza; saqueo de la industria, donde los activos de CORFO se entregaron al mejor postor; saqueo de la riqueza marina, explotada por los unas cuantas familias hasta poner en peligro la supervivencia de ciertas especies; saqueo de la salud, un rubro en el que los privados hacen su cosecha a causa de y aprovechando el abandono de la salud pública; saqueo de la educación pública, de los colegios, de las universidades; saqueo de las pensiones, saqueo del agua, saqueo de la electricidad, de las carreteras, del transporte, en fin. ¿O se nos olvidó que el presidente Allende nacionalizó SOQUIMICH en 1971, que la puso cargo de CORFO y que en 1983 Pinochet le traspasó la empresa a su entonces yerno, Julio Ponce Lerou, a precio vil. ¿O que posteriormente, ya en manos del mentado Ponce Lerou, SOQUIMICH se ha visto envuelta en toda clase de escándalos de corrupción, sobornando políticos de todos los colores para mantener sus ingresos a salvo de intrusiones, y que el susodicho ha salido indemne de tales maniobras? ¿Y que hoy, para colmo, se está quedando con con el litio, que es el próximo maná de la economía chilena?

Esos y muchos más fueron y son saqueos de primea clase, los legales e institucionales, pero también fueron y son saqueos ejemplares, manifestaciones de una conducta emulable que para su buena educación cívica se le presentaban a la gente chilena de a pie. Sus protagonistas fueron los héroes, y por eso los chilenos eligieron presidente del país a un especulador. Pero la capacidad de aguantar de esa mayoría de a pie se agotó, como bien sabemos. El reprimido volvió y las consecuencia de ello se materializan en las acciones de unos saqueadores de segunda clase, cuyos actos, a diferencia de los de los otros, son ilegales y antiinstitucionales, aunque estos no roben millones de pesos (o de dólares), sino cosas: comida de los supermercados, remedios de la farmacias, aparatos electrónicos de las tiendas del ramo. 

Para volver al método del presidente Lula, yo considero que a los saqueadores de poca monta se los puede dividir en por lo menos tres clases: los delincuentes profesionales, los termocéfalos y los delincuentes ocasionales. Y que otro muy distinto es el estatuto de los que protestan. Los delincuentes profesionales deben ser detenidos y penalizados, eso es obvio; los termocéfalos y los ocasionales deben ser detenidos también, pero penalizados de diferente manera; y a los que protestan no hay que tocarlos y simplementeporque están ejerciendo un derecho. Que la policía los apalee, los gasee o les quite los ojos no es tolerable. Que se interesen más en ellos, en los que protestan, que en los saqueadores es sospechoso desde ya. La policía y los políticos --estos los que están por detrás de la policía, pero le dicen lo que tiene  que hacer--, tienen el deber de distinguir. Si no lo hacen, se estarán echando encima un cartón de violadores de los derechos humanos y, por lo tanto, de acreedores del repudio nacional e internacional. 

Y si hay alguien que justifica políticamente los saqueos de primera o segunda clase, hay que ponerlo en su lugar.

Pero, como quiera que sea, lo que está en el fondo de la olla no es eso, sino el todo de la estructura social chilena, grotescamente desigual (repito lo que a estas alturas debiera saber todo el mundo: que el 1 por ciento de los chilenos se queda actualmente con el 23 por ciento de la riqueza nacional, un resultado claro y directo de los saqueos de primera clase a los que yo me referí más arriba) y, además de ello, con una ciudadanía severamente alienada. 

¿Qué hacer? 

Combinar la política represiva, que yo admito que no es prescindible, pero que tiene que actuar haciendo las distinciones correspondientes, con un programa no sólo de reparaciones económicas, que disminuya los saqueos de primera clase, sino que incluya reparaciones educacionales y culturales. Los bonos y las alzas escalonadas de sueldos y pensiones no bastan y hasta pudieran constituir un aliciente para explosiones peores.

Más precisamente: nuestro país necesita echar las bases de una nueva economía y, al mismo tiempo, las de una nueva cultura. Todos sabemos que el neoliberalismo no es sólo una receta económica sino la biblia del capitalismo en esta fase de su ciclo histórico. El neoliberalismo es la cultura del capitalismo en el siglo XXI o, mejor dicho, es una ideología de clase que ha crecido, se ha naturalizado y se ha convertido en cultura, en nuestro país más que en cualquiera otro de América Latina y, a lo peor, del mundo. El resultado es que el componente solidaridad o, más extensamente, el componente comunidad se ha erosionado así, entre nosotros, durante estos últimos cincuenta años, hasta orillar con la desaparición. La exacerbación del individualismo, del interés personal, la avidez de posesión y la percepción del otro como un competidor al que es preciso vencer y, de ser ello posible, eliminar constituye el rostro salvajemente concreto del tipo de conciencia al que me estoy refiriendo.

Entonces, sí, es cierto que los saqueos de las últimas semanas son obra de la actividad delictual y/o de la obsesión antisistémica, como dice Sebastián Piñera. Pero eso, siendo todo lo grave que es, es lo de menos. Lo de más es lo que Sebastián Piñera no dice, que el nuestro es un país en el que los que no son delincuentes prontuariados también saquearon y algunos de ellos en magnitudes inimaginables, y que lo hicieron porque estaban (porque estamos todos) sumergidos hasta el cuello en una cultura de la violencia, la real y la simbólica, en un neodarwinismo al que ni el mismísimo Darwin hubiese reconocido como suyo. Una “doxa” y un “habitus” en los que lo que prima es la ley del más fuerte, la del que se apropia de las cosas que desea a como dé lugar: o trabajando, cuando el trabajo que realiza le paga bien, o saqueándole la casa al vecino sin la menor trepidación.

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