Prof. Grínor Rojo recibió Medalla Rector Juvenal Hernández Jaque

Prof. Grínor Rojo recibió Medalla Rector Juvenal Hernández Jaque
Prof. Grínor Rojo de la Rosa

El Prof. Grínor Rojo fue presentado por el Prof. Marcos García de la Huerta, Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2019, quien destacó su abundante producción de crítica literaria y su labor como formador de generaciones de investigadoras e investigadores desde el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile.

En la ceremonia también fue galardonada la destacada académica e investigadora María Teresa Ruiz González, en la mención Ciencia y Tecnología. 

Publicamos el discurso cumpleto del Prof. Grínor Rojo, pronunciado el día lunes 21 de diciembre de 2020:

Ha de haber sido en algún momento de 1960 cuando, en el Departamento de Literatura (Departamento de Castellano se llamaba entonces) del Instituto Pedagógico de la calle Macul, su director, que era entonces Félix Martínez Bonati, se acercó a mí y, con esa voz rápida y de bajo profundo que tenía, me preguntó si me interesaba ser ayudante de cátedra. Que don César Bunster, el profesor de literatura comparada (literatura general se llamaba en esa época) necesitaba uno. Que yo le parecía la persona adecuada y que me ofrecía el puesto. Yo dudé. Tenía diecinueve años y había llegado al Pedagógico a estudiar “castellano” porque quería ser escritor y no profesor. Mis amigos, que andaban en las mismas que yo, se opusieron tenazmente a la posibilidad de que aceptara el ofrecimiento de Félix y así me lo manifestaron. En aquel Departamento, de fuerte inspiración germánica, las cosas estaban claras: o uno se matriculaba en el partido de la élite académica o funcionaba al margen de él (y no pocas veces en contra de él). Matricularse en el partido de la élite académica significaba, desde luego, un reacomodo físico y social. Lo profesores y sus ayudantes se paseaban por el pasillo embaldosado del primer piso del edificio y el pueblo estudiantil por el patio de tierra. Que lo nombraran a uno ayudante de cátedra significaba que uno subía (y que, a lo peor, debía subir) tanto de lugar como de clase.

Yo dudé. Pero por otra parte yo era hijo de profesores y me había educado en el Instituto Nacional, donde había sido presidente de la Academia de Letras Castellanas (como Martínez Bonati algunos años antes) y donde había recibido el Premio César Bunster al Humanismo (¿existirá todavía?), instituido por el mismo profesor con quien ahora me estaban ofreciendo que colaborara. Además, como presidente de la Academia, a los diecisiete años, había discurseado en el Salón de Honor de la Casa Central de la Universidad en un homenaje al poeta serenense Carlos René Mondaca --fue esa la primera vez de muchas--, y en el Pedagógico estaba empezando a descubrir algo que no había descubierto en la secundaria: que la literatura española también podía ser interesante. Todos elementos de juicio valiosos a la hora de adoptar una decisión.

El caso es que, contra la bullanguera oposición de mi amigos, acepté. Me convertí en ayudante de don César y dos o tres años después, en su profesor auxiliar. Fue el comienzo del largo periplo que me ha traído hasta aquí. Después, pasaron muchas cosas: mi matrimonio con Valentina Vega, mi doctorado en Estados Unidos, el nacimiento de mi hija Paula en Iowa City, mi vuelta a Chile, mi trabajo en la Universidad Austral, el golpe de Estado y la prisión en la recientemente inaugurada cárcel de Valdivia; después de eso, sobrevino el exilio, mi trabajo en varias instituciones de educación superior en Estados Unidos, los nueve años sin venir, mi primer regreso en 1982, mis regresos parciales de ahí en adelante y el definitivo en 1995. Respecto del regreso definitivo, quien lo patrocinó y lo gestionó fue la entonces decana de la Facultad de Filosofía y Humanidades, la misma que había limpiado a la Facultad de sus residuos dictatoriales, la profesora Lucía Invernizzi. Mi deuda con ella es grande y melancólica. Ella debiera estar hoy con nosotros

Desde 1995 hasta ahora he sido profesor titular de la Universidad de Chile. Adscrito al Departamento de Literatura, pero concentrando la mayor parte de mis esfuerzos en el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos, que el historiador José Luis Martínez y yo fundamos en 1999. Han sido años fructíferos en todo sentido. Por el orgullo de ser uno de los fundadores del que a mi juicio es el núcleo de pensamiento acerca de la cultura regional más importante que existe en nuestro país, por haberlo visto crecer y fortalecerse gracias al trabajo de un grupo de colegas de auténtica excelencia, como no he conocido otros iguales --y a los que no voy a nombrar porque si alguno se me olvida no me lo perdonaría--, por haber tenido a los mejores estudiantes que me han tocado enseñar en mi carrera (mejores que los que tuve como profesor de planta en Ohio State University y como profesor visitante en Columbia, en La Sorbona, en Salamanca y en Viena) y por haber podido participar, desde ahí, desde el CECLA y con quienes lo integran, en la vida política y cultural de nuestro país.

Estoy inmensamente agradecido. Les agradezco a Valentina, mi compañera, con quien me casé hace cincuenta y cuatro años y con quien tengo todas las intenciones de volver a casarme de nuevo, en un matrimonio que debiera durar otros cincuenta y cuatro años por lo menos, a mi amigos, a mis colegas, a mis estudiantes, al Instituto Nacional, a la Universidad de Chile y a su rector, a la Facultad de Filosofía y a su decano, al jurado que me otorgó este premio, a Marcos García de la Huerta que consintió en hacer mi presentación de hoy y, sobre todo, a un país al que amo y respecto del cual, cuando me falta apenas diez días para mi octogésimo cumpleaños, todavía estoy peleando para que sea mejor.

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