Reforma a la institucionalidad medioambiental: la falacia de la neutralidad de los expertos

Reforma a la institucionalidad medioambiental

El actual gobierno presentó un proyecto de ley que “moderniza” el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA). La iniciativa tiene entre sus objetivos declarados “despolitizar” el sistema de calificación ambiental, es decir, alejarlo del radio de acción de los políticos y llevarlo al terreno de los técnicos. En esa perspectiva, la política queda definida como una especie de fuerza oscura y los políticos, como unos sujetos de dudosa integridad que toman decisiones arbitrarias y discrecionales, es decir, unos individuos carentes de racionalidad.

Los técnicos, en cambio, serían lo opuesto: unos sujetos íntegros y honestos, cuyo conocimiento experto —objetivo y neutral— nos conduciría a decisiones justas y adecuadas; perfectamente racionales. Ambas cosas son una falacia. Todo proceso de toma de decisiones es político, por definición, cualquiera sea el oficio del decisor; y el conocimiento técnico nunca es neutral, menos aun cuando las decisiones políticas descansan en él.

No se puede negar que las decisiones emanadas de las instancias políticas del SEIA —el Comité de Ministros y las Comisiones Regionales— han sido decisiones políticas. Cuando el Comité de Ministros rechazó el proyecto minero Dominga, el Ministro de Hacienda lamentó la decisión, que atribuyó al hecho que algunos ministros no tenían al “crecimiento económico dentro de sus prioridades más altas”. Cuando el proyecto Hidroaysén debió ser revisado por el Comité de Ministros del primer gobierno de Sebastián Piñera, éste evadió su responsabilidad (política) postergando la decisión hasta el cambio de gobierno. Finalmente, el proyecto fue rechazado al iniciarse el segundo mandato de Michelle Bachelet, lo cual no sorprendió a nadie, considerando que mucho tiempo antes éste había sido declarado “políticamente muerto” por varios políticos que se pronunciaron al respecto. Cuando el Comité de Ministros rechazó las reclamaciones en contra del proyecto minero de Isla Riesco, tampoco hubo demasiada sorpresa, dado que antes éste había sido respaldado públicamente, primero por la presidenta Bachelet y después por el presidente Piñera. Curiosamente, en todos estos casos la decisión (política) fue revestida de argumentos técnicos. El Presidente del Comité de Ministros que aprobó el último relleno sanitario de Tiltil (el proyecto Ciclo) llevó esta retórica de justificación al extremo, al sostener que esta localidad, por razones edafológicas y topográficas, “era ideal para este tipo de vertederos”. Todas estas decisiones, con sus respectivas contorsiones discursivas, no han hecho más que dejar en evidencia la contradicción esencial del SEIA: debe hacer pasar por “técnicas” decisiones basadas en otro tipo de consideraciones, de las cuales se hacen cargo, de manera opaca y arbitraria, las Comisiones Regionales y el Comité de Ministros.

El SEIA fue concebido para mejorar los proyectos mediante el proceso de calificación ambiental, en ningún caso oponerse a ellos. En la práctica, ese mandato ha sido cuestionado por una ciudadanía que reclama el derecho a incidir en la aprobación o rechazo de los proyectos. Junto con eso, la evaluación ambiental se ve presionada por grupos de interés que pugnan por decisiones políticas: decisiones de inversión, de planificación económica, de ordenamiento territorial, de distribución de cargas ambientales, etc. Esta superposición de la deliberación política con la evaluación técnica, es la debilidad central del sistema; el origen de todos los fallos que se le reprochan: la conflictividad, la judicialización, la incerteza jurídica, el retraso en la tramitación de los proyectos, etc.

La solución que se nos propone frente a ese diagnóstico es muy simple: eliminar la instancia del Comité de Ministros y las Comisiones Regionales, como si eso fuera a hacer desaparecer la necesidad de tomar decisiones políticas. ¿Quién y a través de qué procedimiento tomará la decisión de rechazar o aprobar el proyecto, e imponerle condiciones? Se nos dice que esa decisión —que siempre será política, por definición— será tomada por “las instancias técnicas”. ¿Quiénes van a ser esos técnicos y en base a qué conocimiento tomarán la decisión? ¿Serán las consultoras contratadas por los propios titulares de los proyectos? ¿Serán los funcionarios del Servicio de Evaluación Ambiental o de los otros servicios que participan en el proceso de calificación, quienes en su mayoría tienen contratos precarios y, por lo tanto, pueden ser objeto de toda clase de presiones?

Los autores del proyecto creen —o nos quieren hacer creer— que el conocimiento técnico es objetivo, neutral e infalible, y que las instancias técnicas serán capaces de tomar decisiones perfectamente racionales y, por lo tanto, justas y adecuadas, lo que se traduciría en decisiones legítimas políticamente. Por lo tanto, en el futuro no habrá ni conflictividad, ni judicialización, ni incerteza jurídica, ni retrasos, ni ninguno de los problemas que hoy arrastra el SEIA. Todo ese razonamiento es una falacia y un error de cálculo. Después de la supuesta despolitización del sistema, éste seguirá arrastrando los problemas que tiene hoy, y quizá otros peores. Lo que el sistema necesita no es menos política, sino más y mejor política.

Imaginemos por un momento que el sistema consigue lo imposible: aislar a los “expertos” que tomarán las decisiones y blindarlos frente a cualquier influencia o interés que pueda sesgar su observación de la realidad o ensombrecer su objetividad. Ni aun así se conseguiría el resultado esperado. Hace muchos años el filósofo de la ciencia Thomas Khun nos enseñó que los científicos viven dentro de un sistema de creencias (sus paradigmas), y que su observación de la realidad no es más que una reproducción de esas creencias. Dentro de un paradigma no hay pluralismo, por el contrario, hay unidad de creencias y valores. Eso es lo que hace posible el consenso en la construcción de los hechos científicos. Un grupo de expertos que comparte un paradigma puede llegar a consensos, pero no pueden considerarse representativo de una sociedad que tiene valores y creencias distintas a las de ellos y que, por lo mismo, observa la realidad (el ambiente) con otros ojos. Por razones epistemológicas, estas decisiones resultarán ilegítimas para aquellos grupos y comunidades que no comparten el paradigma adoptado por las “instancias técnicas”. Si a esto se añade que dichos grupos serán excluidos del proceso de deliberación, y si consideramos además, que en el mundo real es imposible aislar a los expertos de cualquier influencia o interés, la ciudadanía seguirá cuestionando —y con razón—las decisiones del SEIA y a los “expertos” que las tomaron. La ciudadanía continuará reivindicando su derecho a incidir en el proceso de toma de decisiones ambientales.

Quienes defienden la idea de “despolitizar” el sistema y “tecnificarlo” confían en que sus intereses tendrán mejores perspectivas de prevalecer si la deliberación se hace por medio de instrumentos cuyo lenguaje y procedimientos ellos manejan bien, y en instancias cuyos resultados pueden controlar. Para eso necesitan que en la mesa estén sentados sólo “técnicos” y no “políticos”. Y tienen razón. Sin instancias políticas de decisión, el SEIA será mucho más predecible y obsecuente con ellos. El problema es que las decisiones así adoptadas, estarán más alejadas del sentir de la ciudadanía, serán menos legítimas y, por lo tanto, más resistidas. En términos políticos, el resultado de eso será más conflictividad, más judicialización y más incertidumbre para los titulares.

Sostener que los sistemas de toma de decisiones “despolitizados” son posibles y mejores, es una falacia. Pensar que mediante la supresión de las instancias políticas del SEIA los titulares mejorarán sus perspectivas de inversión, es un muy mal cálculo.

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