Columna de opinión:

Grínor Rojo: "Delincuencia y neofascismo"

Grínor Rojo: "Delincuencia y neofascismo"
Grínor Rojo: "Delincuencia y neofascismo"

El crecimiento del neofascismo en el mundo, y en nuestro país en particular (más sobre esto en adelante), no es una casualidad, sino un fenómeno que es correlativo al proceso de descomposición del capitalismo contemporáneo. El derrumbe bancario de hace un mes, que encabezó el legendario Credit Suisse, fue sólo el último de una serie de episodios sintomáticos que se vienen sucediendo cada vez más cerca el uno del otro. Vivimos en una etapa de la historia en que el capitalismo está experimentando en el Occidente del globo problemas graves, y eso por causas que son tanto endógenas como exógenas. Internamente, porque el sistema se autodestruye. Desde el punto de vista de la lógica dialéctica, habría que decir que lo que lo está destruyendo son sus contradicciones. Por ejemplo, cuando el sector financiero empieza a predominar por sobre el sector productivo, lo que quiere decir que los especuladores y los usureros imponen sus intereses codiciosos por sobre los intereses de los creadores de los bienes que son necesarios para la vida de la humanidad. El resultado último de este proceso es un sobreenriquecimiento de los menos, acompañado por un afán obsceno de ostentación, y el empobrecimiento de los más, acompañado este por sus propias consecuencias infaustas. 

El otro problema del sistema capitalista occidental es exógeno. Tiene que ver con la competencia en que se ha puesto con otros sistemas económico-sociales, que se ubican al este de la geografía del planeta, y los que, si bien no han abandonado del todo los mecanismos y procedimientos del capital, los que retienen lo hacen de otra manera. No sueltos a su propia motricidad, al arbitrio de la dinámica que les es propia, sino bajo un control político estricto. China es el mejor ejemplo, pero no el único.

Naturalmente, todo esto va unido a una disminución de la influencia política del imperio estadounidense.

El caso es que el capitalismo, tal como lo hemos conocido en el Occidente del mundo desde hace unos doscientos o más años, hoy lo está pasando mal, aunque eso no signifique que se halla próximo a su fallecimiento, no es recomendable ser tan optimista. Por el contrario, el capitalismo se defiende, y lo hace apelando, como en otras circunstancias anteriores que fueron semejantes a las que ahora lo acosan, pero ninguna tan grave (pienso en la gran depresión de 1929), a un esfuerzo de reacumulación: se embarcan los capitalistas en una campaña de reacumulación del capital, y ello expandiendo territorialmente sus operaciones hacia comarcas del planeta que no habían sido incorporadas hasta ahora dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente (Alaska, la Amazonía, el Oriente Medio… pronto debiera llegarle su turno a la Antártida), eso al mismo tiempo que profundizan la capacidad de extracción de plusvalía al interior de las comarcas que ya se encuentran bajo su dominio. Es la “globalización” del capital, a la que se añade una expansión suicida y sin precedentes de la industria de armamentos. Para pelear las guerras de Irak y Afganistán, George W. Bush aumentó el gasto militar de Estados Unidos en un 11%. En 2017, Donald J. Trump lo hizo engordar nuevamente, esta vez en un 9% y por un total de 54.000 millones de dólares. Finalmente, para 2024, el demócrata Joseph R. Biden Jr. está procurando que el Congreso le apruebe 842.000 millones para gastos de defensa, casi cien mil millones más que el presupuesto respectivo de 2023. 

Nos queda entonces muy claro que en estos tiempos que vivimos el enriquecimiento de los menos no tiene nada de azaroso, y que opera en una relación que es inversamente proporcional al empobrecimiento de los más. Es así porque el esfuerzo en marcha de reacumulación de la riqueza involucra necesariamente una concentración de la misma en pocas manos. La receta de los doctores del capitalismo establece que, para que este recobre la salud, los ricos deben ser más ricos. Esto para reenergizar la máquina al permitir que surja una riqueza nueva y que esa riqueza nueva se invierta en nuevos “emprendimientos”, aunque ello sea --y lo es, en efecto-- al costo de una miseria aún mayor de los que ya son miserables. Las cifras no me dejan mentir. Por más que no lo parezca, el enriquecimiento del decil más alto de la distribución mundial del ingreso, que según los cálculos de Thomas Piketty varió desde 30-35% a fines de la década del cuarenta a 50% en 2010, es un dato sistémico y no una cifra antojadiza.

Ahora bien, nuestro gran Manuel Rojas escribió alguna vez que la experiencia a él le había enseñado que, en el curso de un declive inexorable, a la pobreza le seguía la mendicidad y a la mendicidad el delito. ¿Qué de raro tiene entonces que el mundo esté atravesando, en todas partes y también en Chile, por un incremento exponencial de este último?

El sentido común, que, al contrario del juego que suele hacerse con las palabras, es en efecto el más común de los sentidos, considera que a la delincuencia deben enfrentarla unos Estados nacionales que hayan puesto en el centro de sus preocupaciones la seguridad de sus ciudadanos, esto es, unos Estados en los cuales los que nos “cuidan” --las fuerzas armadas, las policías o quienes sea que posean el monopolio legal del uso de la fuerza-- tengan un papel preponderante. De lo que se deriva una dotación más generosa de instrumentos represivos (de armas de última generación y accesorios) para los cuidadores y una no menos amplia libertad para que ellos los utilicen, más precisamente la autorización para que los encargados de nuestra seguridad operen los instrumentos que se les habrán proporcionado cuando y como lo estimen conveniente y sin tener que rendirle cuentas a nadie del por qué y el cómo lo hacen. Hablo del muy preocupante reemplazo de la proporcionalidad en el uso de la fuerza por una proporcionalidad que “privilegia” a una parte por encima de la otra. Cuando eso es lo que se piensa mayoritariamente y lo que se codifica estatutariamente, porque quienes ocupan los escaños de la legislatura estarán obedeciendo a una decisión soberana del pueblo, estamos ante un primer brote de fascismo. Dos requisitos previos son: identificar a los enemigos, a aquellos sobre los cuales es preciso descargar la mano dura, para que el pueblo se sienta tranquilo y en paz, y convencer a ese mismo pueblo de que esos a los que se va a perseguir son los únicos culpables de los agravios que les asedian, de su pobreza, de la discriminación que experimentan, de la desconsideración y de las humillaciones.

Caracteriza entonces al neofascismo --como también caracterizó al fascismo clásico--, un populismo resentido y rencoroso, intolerante y colérico. He ahí un pueblo histerizado, que sufre de pobreza, que sufre de explotación, que sufre de discriminación, que se siente expuesto y vulnerable, y que culpa de todo ello a “los otros”, a los “enemigos”, cualesquiera que estos sean: los de diferente persuasión religiosa y cultural (los judíos, los musulmanes), los de distinta epidermis (los indios, los negros, los amarillos), los de género y orientación genérico-sexual “anormal” (las mujeres “liberadas” o los sujetos con una orientación sexual que no se corresponde con la que les destinaron la Biblia y sus propios cuerpos), los extranjeros, sobre todo si ellos provienen de países que son más pobres que el nuestro (en Chile, los venezolanos, los peruanos, los bolivianos, los colombianos, los haitianos).

Este culpar el “pueblo” a “los otros enemigos” (somos pobres, porque los extranjeros nos quitan los trabajos; hay crimen porque esos mismos extranjeros lo han traído consigo, cuando se introdujeron a la mala en este país, que nos les pertenece, por lo que nuestro deber patriótico es recobrarlo; la unidad nacional se ha debilitado porque los indios se han propuesto destruirla; la familia se halla en peligro por culpa de la “ideología de género”, etc.) no es algo que sin embargo se le haya ocurrido al pueblo mismo. Joseph Goebbels lo sabía muy bien. Sabía que el odio se introducía desde afuera, que se embutía, que la dosis adecuadas de frustración y de rabia se inyectan si es que no en la vena del paciente, de todas maneras en su cerebro, pero siempre cuidando de que él/ella esté convencido/a de que la elección de las soluciones autoritarias es (¡oh, maravilla!) una iniciativa suya y nada más que suya, que es una iniciativa de “sentido común”, por lo que no ha habido de por medio ni instructores ni inductores que se la hayan enseñado.

Goebbels ha de estarse riendo en la tumba. El confiaba en lo que en su tiempo se llamaba la “propaganda” y ahora, me parece, la “información independiente”, la que entregan los medios, y más aún si viene respaldada por la opinión de unos “expertos”, que se escogieron a dedo para que corroborasen teológicamente lo que ya estaba decidido. Es la “fabricación del consenso” en que ha insistido tanto Noam Chomsky. Así, la “opinión pública”, a la que Jürgen Habermas apostó en los años cincuenta y sesenta, y sobre la que fundó sus esperanzas en la posibilidad de que los ciudadanos pudieran dar origen a una “esfera pública”, “cuando se reúnen y conciertan libremente, sin presiones y con la garantía de poder manifestar y publicar libremente su opinión, sobre las oportunidades de actuar según intereses generales”, es cada vez más una entelequia. Comparados con los instrumentos persuasivos que utilizó el ministro de propaganda de Hitler, los que maniobran sus seguidores contemporáneos, los instrumentos de la era digital, son mil veces más poderosos. Goebbels fue un hombre de la época de la radio, de la fotografía y del cine y les sacó a esos recursos todo cuanto ellos podían darle. Los políticos actuales son hombres de la época de la televisión y sobre todo de los medios digitales, y lo que obtienen de ellos a veces nos da la impresión de que no tuviera límites. Goebbels se habría dado el festín de su vida si hubiese podido contar con algo así.

Creer contemporáneamente en unos ciudadanos que actúan “sin presiones y con la garantía de poder manifestar y publicar libremente su opinión” es pues, admitámoslo, harto difícil y, entre nosotros, más aún. Esa no es una realidad que esté vigente, sino, en el mejor de los casos, es una meta esperanzada, un apetito, un deseo. Por eso, no sólo al pensamiento de Habermas sino especialmente al de ciertos teóricos de la recepción (en América Latina, al de Jesús Martín Barbero) nosotros debemos someterlo a un escrutinio riguroso. En una entrevista reciente, leí que el viejo Habermas, aun cuando no renunciaba a sus posiciones optimistas de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, se había dado cuenta, como el honesto intelectual que es, de que hoy resultaban cada vez más difíciles de sostener e implementar.

Esto que acabo de describir como un fenómeno general de la contemporaneidad, al menos la del Occidente del mundo, es aplicable a nuestro país. Se me dirá que nuestra circunstancia económica, si bien no es buena, tampoco es tan mala, y que eso es lo que muestran los indicadores macroeconómicos. Pero lo que esos indicadores subestiman es una desigualdad de ingresos escandalosa. Según la periodista Mónica González, basándose en el Informe World Inequality Report, de 2022, en Chile “el 1% más rico concentra el 49,6% de la riqueza total del país”. A lo que se suma un desempleo del 8% y el hecho de que, además, según los datos de la Fundación Sol, comparado con el trimestre marzo-mayo de 2019, en el viernes 8 de julio de 2022 existían en Chile menos personas ocupadas (-70.1999) y más personas desempleadas (53.718). Por otra parte, el mismísimo Ministerio de Educación anotaba una deserción de 50.529 escolares durante el 2022, que superó a los 40.000 que se le habían escapado al sistema el 2021. Y la guinda de esta torta de noticias pésimas podemos hallarla en los indicadores de lectura y escritura, que son francamente patéticos:  de acuerdo con los datos de la Fundación Letra Libre, de julio de 2022, un 58% de los chilenos que fueron a la escuela (Chile exhibe una escolaridad básica en torno al 98% del contingente involucrado) lo que significa que si bien es cierto que pueden leer (que lo hagan es otra cosa), no entienden lo que leen.

¿Cómo, habida cuenta de estos elementos de juicio mínimos (y yo podría agregar otros, en el mismo sentido), podemos hablar de la existencia en Chile de una opinión pública capacitada para juzgar, decidir y actuar responsablemente? En democracia una opinión pública que se halle premunida con tales capacidades constituye, sin duda, un sine qua non. Pero es obvio que eso no es algo que nosotros tengamos en Chile y en nuestros momentos de depresión somos muchos los que nos preguntamos si llegaremos a tenerlo alguna vez. Y eso porque no es algo que se dé naturalmente, porque las personas no nacen sabiendo qué es lo que más les conviene, tanto a ellos como a sus prójimos, ya que una cosa es el “saber en sí” y otra es el “saber para sí” o también, como dicen los postcoloniales, porque el “subalterno” no es uno que puede hablar por sí solo, sino que necesita de un mediador, e importa poco que a Jesús Martín Barbero y a Jacques Rancière se les haga cuesta arriba creerlo. Una opinión pública sana se construye, y eso puede hacerse únicamente cuando la transmisión del conocimiento se ha puesto a cargo de agentes idóneos, de intelectuales, profesores y periodistas honrados, capaces por lo tanto de ejercer su magisterio no para ganar adeptos sino para que quienes los escuchan y/o los leen aprendan a pensar y decidir por cuenta propia, informada, racional y críticamente.

Sólo así podremos salirnos de la pendiente fatídica que lleva desde la pobreza a la mendicidad y desde la mendicidad a la delincuencia, a que se refería el autor de Hijo de ladrón. Porque, dejémonos de leseras, el muchacho que en la esquina del semáforo se abalanza sobre nosotros a limpiar el parabrisas del auto que conduce mi mujer no es ningún empresario cuentapropista. Es un chico pobre que en este momento no está, como debería estar, en la escuela, y que se encuentra, en cambio, a no más que un paso de abandonar su ocupación presente para convertirse en ratero, en asaltante de una gasolinera o en protagonista de un portonazo. O el chico de la población, el que se fue también de su propia escuela y ha encontrado un quehacer alternativo e inmensamente lucrativo poniendo su humanidad a las órdenes del narcotraficante del barrio, quien lo convierte en su soldado, en vendedor minorista de su droga, y que en la ejecución de esas funciones no tarda en colgarle un revólver al cinto y en instruirlo para que lo emplee si es que se dan (como suelen darse más temprano que tarde) las circunstancias del caso. Para el muchacho de marras es un trabajo que le reditúa más que otros, más que cualquiera de los que él podría conseguir dada su exigua educación, pero en cuyo desempeño es muy posible que lo pesque cualquier día una bala, salida del revólver de otro chico que no difiere mucho de él.

Nuestro gobierno, del que me confieso un partidario fervoroso, llegó al poder con una plataforma progresista: ampliación de la democracia, de la igualdad y las libertades; reforma de los servicios públicos, de la salud, de las pensiones, de la educación; protección de los derechos humanos; promoción del feminismo y los derechos de la diferencia, sexual, racial u otras; cuidado para los adultos mayores, para los párvulos y los minusválidos; interés activo en la crisis climática y ambiental y resguardo de la biodiversidad; y también en nuestra inserción en Latinoamérica y el mundo.

En los manuales de la CIA para desestabilizar a los gobiernos que no son de su agrado, no está por supuesto ninguno de los puntos que anoté recién. Está, en cambio, el incentivo al terror, las recetas para el desarrollo de un sentimiento de pánico en la ciudadanía, el que ha de incrustarse en el ciudadano de manera que este sienta que en cualquier momento él/ella va a ser víctima de la violencia criminal y que quienes lo/la gobiernan o no están haciendo nada para impedirlo o que lo que hacen es reticente y es tibio. Primera conclusión: este es un gobierno que no solo no combate, sino que protege la delincuencia. Está, por lo tanto, no “a favor de” sino contra las demandas de “la gente”. Segunda conclusión: es preciso cambiar a este gobierno por otro al que no le tiemble la mano cuando del crimen se trata, que la use para golpearlo y castigarlo implacablemente y que restablezca de ese modo la seguridad y la paz.

La derecha neofascista chilena, que ha leído los manuales de la CIA con el lápiz en la mano, no trepida en seguir tales recomendaciones al pie de la letra, poniendo los millonarios recursos que posee detrás de ello. Que los datos no justifiquen esa campaña importa poco. Que, según Statista, en 2021 Chile haya sido el país con menos homicidios por cada cien mil personas en América Latina, un 3,6 %, lo que, dicho sea de paso, nos convierte en uno de los países menos violentos del mundo, es irrelevante. Aún más cercana, más completa y más profusamente citada es la información de InSight Crime, una fundación estadounidense que, aun destacando un incremento del crimen en Chile de un 32% para 2022, sostiene que, a pesar de eso, la tasa de homicidios, 4,6 por 100.000, “muestra que el país sigue siendo uno de los menos violentos de Latinoamérica”. 

O sea que es verdad que hay delincuencia en Chile y que ella ha aumentado alarmantemente en un año, que hay homicidios, que hay narcotráfico, que hay asaltos y que hay robos. Todo eso es efectivo y no es posible ignorarlo. El Estado necesita tomar nota de esta situación de emergencia y proceder como corresponde. Nadie en su sano juicio podría negarse a la adopción de las medidas de fuerza que se requieren para contener la violencia delictual. Pero esa conducta, que puede ser necesaria, no es suficiente. Porque lo que no se debe perder de vista son las causas profundas del flagelo y sus verdaderas dimensiones, que no son las simples pero apocalípticas que la CIA y los neofascistas le atribuyen.

El flagelo delictivo es solo uno entre los múltiples coletazos de la coyuntura de crisis económica mundial que estamos hoy viviendo, ocurre no sólo en Chile sino en todos los espacios de un orden capitalista que está enfermo y que hace uso, para recuperar la salud, de una estrategia de reacumulación que es beneficiosa para los menos y perjudicial para los más; que procura reducir los “costos de producción” a un mínimo (la introducción de la Inteligencia Artificial en este juego es, desde luego, importantísima) y que así azota a la fuerza de trabajo real y potencial. Por ende, genera miseria, mendicidad y delincuencia. A lo que contribuyen con lo suyo, como si lo anterior fuera poco, la falta de educación y la mala educación.  

Y ocurre que la delincuencia es en sí misma un fenómeno fácilmente perceptible e instantáneamente procesable por el ciudadano común, más que la democracia, más que la igualdad y más que la libertad, más que las reformas de los servicios públicos, más que los derechos humanos, más que el feminismo y los derechos de la diferencia racial o de cualquier otro tipo, más que la protección de los adultos mayores, de los párvulos y de los minusválidos, y también más que la crisis climática y el resguardo de la biodiversidad o que la inserción de nuestro país en Latinoamérica y el mundo.

¿Por qué, sin abandonar esta plataforma incuestionable de objetivos nobles, sin desentenderse de las promesas en virtud de las cuales lo eligieron, el gobierno de Gabriel Boric tiene tantas dificultades para poner cada cosa en su sitio? ¿Por qué les cuesta tanto discutir y desmentir la campaña derechista del terror? ¿Por qué, en vez de condescender con el discurso impúdico de la mentira o de la semiverdad (porque es sabido que las verdades a medias no son más que mentiras a medias), no se abocan los comunicadores gubernamentales a demostrar cuál es y en qué consiste la sustancia del problema? 

La delincuencia es un flagelo nacional, qué duda cabe, y debe eliminarse al más breve plazo, pero no es el principal ni es la “mano dura” que los medios del autoritarismo neofascista promueven la que lo va a resolver con su sola eficacia. Y lo peor es que el autoritarismo neofascista lo sabe: sabe que está operando a partir de medias verdades, o sea, de falacias a medias, pero lo hace y vuelve a hacerlo porque eso es lo que ellos han conseguido que “la gente” quiera oír, porque a ellos, a los de la extrema derecha, les rinde dividendos políticos jugosos (su más probable candidato presidencial está ganándoles la partida a sus contendores, según las últimas encuestas). ¿Por qué los aparatos comunicacionales del gobierno no se dedican a denunciar y desmantelar esta estrategia perversa, a combatir con las armas del conocimiento y del pensar racional el griterío insensato? ¿Dónde están sus intelectuales, sus profesores, sus periodistas? Yo creo, sinceramente, que existe una brecha muy grande entre la realidad de verdad y su percepción por parte de la ciudadanía chilena, una brecha que los comunicadores de este gobierno, que reconozco que es el mío, no ha sido hasta la fecha capaces de llenar.

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