Alejandra Bottinelli, profesora e investigadora

“Una de las lecciones que deja el proceso constituyente es la necesidad de construir un lugar de enunciación desde los pueblos que sea reconocido políticamente”

Alejandra Bottinelli: Proceso constituyente y luchas por la hegemonía
FILCS Luchas por la hegemonía

Luego del encuentro internacional La Nueva Constitución de Chile: una experiencia transformadora para los pueblos del mundo realizado en la Facultad de Filosofía y Humanidades en 2022, múltiples investigadores y representantes de movimientos sociales empezaron a trabajar en conjunto en la redacción del libro Luchas por la hegemonía: proyecto emancipatorio y Constitución en Chile. El encuentro fue un motor fundamental, pues se examinó, desde una perspectiva internacional, el significado y las implicaciones del proceso constituyente chileno en el contexto mundial.

El propósito del texto, que está disponible en formato digital, es repensar y reevaluar el primer proceso constituyente chileno, con sus fortalezas y debilidades, además de su fallida consumación, a través de tres ejes principales: la lucha por la hegemonía de los movimientos sociales y políticos, los procesos emancipatorios de la Nueva Constitución y el proceso constitucional chileno en un contexto global. 

Entre las y los impulsores del libro está la profesora del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile, e investigadora en Estudios Latinoamericanos, Alejandra Bottinelli, con quien conversamos algunos aspectos transversales del texto.

Para los movimientos sociales que trabajaron con ustedes en este libro, ¿qué significó el rechazo a la propuesta? 

No puedo hablar por ellos, pero creo que, como discutimos con la integrante de la Coordinadora Social de Puente Alto y Consejera Regional Metropolitana, Valeria Ortega, en el lanzamiento del libro, el rechazo fue una experiencia muy dura para los movimientos. El trabajo que venían haciendo las agrupaciones sociales populares desde la revuelta social en diversos territorios fue realmente organizado y serio, y se extendió incluso durante la pandemia. Sin embargo, el COVID hizo estragos también en la dimensión organizativa y para ellas y ellos fue muy decepcionante el resultado del proceso después de tanto esfuerzo. Como se menciona en el libro, y como lo expresan las compañeras del 8M, de colectivos ecologistas comunitarios y del movimiento mapuche, la sensación es que los sectores populares y sociales han estado perdiendo en Chile durante mucho tiempo. Lo paradojal de esta constatación de una postergación consuetudinaria, es que por lo mismo, sin embargo, la sensación de derrota, a pesar de haber calado profundo, no fue, entre los sectores populares organizados, la de una derrota definitiva, sino más bien, de una derrota coyuntural, que exige repensar preconcepciones, autopercepciones y prácticas políticas, y sobre todo, que desafía las formas de pensar lo social en una perspectiva mayor. Porque tampoco es una derrota que pueda ser comprendida cabalmente en la pura dimensión nacional, pues en alguna medida obedece a un fenómeno mundial de crisis de las democracias neoliberales (verás: un contrasentido en sí mismo) y de agotamiento de las promesas del progresismo, que se observan como inverosímiles por quienes siguen siendo víctimas de un capitalismo que pareciera perseverar en un “política de shock” eterna, precarizando infinitamente la vida al mismo tiempo que todos son, somos receptores perpetuos de sus promesas exitistas. 

Mi percepción es que los movimientos observan este proceso desde una mirada de largo plazo. El planteamiento es que esto no es una derrota definitiva, ya que estos procesos suelen ser largos y nunca han sido fáciles para los pueblos. Esto es especialmente claro en el caso del movimiento mapuche, uno de los sectores más golpeados directa o indirectamente por esta derrota, con implicaciones como la criminalización de la cultura mapuche por parte las élites y la profundización de políticas represivas, que nos han hecho retroceder décadas en la agenda de reparación y de recuperación de derechos de los pueblos. 

En esta dirección, lo que se destaca en el libro es que este es un proceso complejo que requiere ser observado minuciosa y rigurosamente y del cual se debe aprender desde una mirada democrática. Pues está en nuestra convicción que no podemos entregar la interpretación de un proceso democrático como este a grupos ajenos a él, me refiero a sectores elitarios para quienes, desde el primer momento, el proceso fue visto como una amenaza a sus privilegios. Por ello, el libro se propone como un ejercicio de reapropiación de un proceso colectivo que hasta ahora ha querido sernos enajenado en su intelección, interpretado casi exclusivamente por miradas liberales, neoliberales y conservadoras, es decir, por quienes desde el primer día lo observaron con desdén y operaron como opinadores permanentemente reaccionarios contra cada una de sus propuestas. Entonces, si me preguntas por qué decidimos perseverar en su publicación, a pesar de la descalificación radical que cayó sobre el proceso (el libro que contiene el proyecto de Constitución rechazado llegó a ser proscrito), es porque vimos la necesidad indispensable de no seguir cediendo la voz y la interpretación de los procesos históricos populares a los mismos señores de siempre, que tienen, en general, perspectivas interesadas en mantener las cosas como están y hacer caso omiso, por ejemplo, de que, con todas las críticas y autocríticas que podamos hacer, la Convención Constitucional fue un hito histórico en Chile, un país que nunca en su historia había conocido una asamblea constituyente electa democráticamente. El libro espera, por eso, colaborar a pensar, desde los movimientos y actores democráticos, este proceso tan desafiante que hemos vivido sobre todo porque nos parece absolutamente actual, ya que las causas que condujeron a él siguen activas en nuestra sociedad y en la política.

¿Cuáles son los desafíos que dejó este proceso? 

Desde mi perspectiva, una de las lecciones que deja el proceso constituyente que comenzó con la revuelta social en Chile, es la necesidad de construir un lugar de enunciación desde los pueblos que sea reconocido políticamente y que tome en cuenta las condiciones objetivas que están sufriendo los sectores postergados y precarizados, así como sus condiciones subjetivas de exclusión de los espacios de enunciación política. Considero que en Chile hay un potencial político interesante, especialmente entre lxs jóvenes de los sectores medios y populares, que se han movilizado activamente. Por ejemplo, el movimiento 'Recupera Puente Alto', liderado por Valeria Ortega y otrxs jóvenes, muestra este potencial cuando deciden organizarse. 

Por ello, es necesario ampliar el lugar de habla. No puede limitarse únicamente a lo que se espera en la agenda bienpensante, como asumir abstractamente un discurso sobre el cambio climático sin proponer su anclaje en las realidades cotidianas de las localidades y las personas, que exigen considerar integralmente estas cuestiones en vinculación con nuevos vínculos sociales, culturales y económicos. Necesitamos hacer la política en un continuo que dé respuestas a todas las dimensiones de la vida de las personas y las comunidades. Y necesitamos potenciar a este respecto la creatividad de las comunidades en respuesta a las amenazas que sufren, pero también a sus deseos. Por eso pienso que debemos construir otras formas de comunicarnos en una conversación continua con todos los pueblos afectados por esta nueva situación del mundo de la que somos parte

Esto implica un debate necesario, como el que surgió en ciertas comunas de Chile donde el deterioro ambiental era evidente y, sin embargo, la mayoría de sus habitantes votó en contra. Es crucial reflexionar sobre cuál fue la conversación en esos lugares. ¿Qué se habló o se dejó de conversar y, sobre todo, quiénes participaron de esa conversación, en comunas como Petorca, donde el agua está casi agotada, para que no se respaldara una Constitución que resguardaba justamente el derecho al agua? Hay un problema que no es solo discursivo, sino que también es político: quién tiene, en la política, desde el campo democrático el derecho a ejercer el habla, el poder de la palabra, ¿no será que entre los sectores que levantamos discursos de transformación se reproduce la desigualdad de la palabra, y la voz, la propia comunicación se ha transformado en un privilegio de otros pocos? ¿Hasta dónde ha sido una política central entre los sectores progresistas el promover la palabra, la voz, de los que no han tenido el mismo derecho a expresión, la misma posibilidad de poner sus ideas y experiencias en la escena pública durante los 30 o 50 años? Pienso que este es el gran problema de los sectores progresistas que hoy gobiernan Chile, que, en su mayor parte no han estado genuinamente interesados, dispuestos, a ceder voz, a dejar espacio a otras voces, porque, o no les parece importante -he ahí una crítica principal a la política cultural y educativa actual- o porque simplemente tomar ese camino de manera consistente implica en los hechos ceder poder. Mi pregunta es si esta desidia de efectos contrademocráticos ocurre por convicción elitaria, es decir, por una autopercepción de tener más derecho a voz en virtud de alguna superioridad -últimamente, sobre todo, tecnocrática-, o sucede por desidia: porque cuesta, es un trabajo, requiere de políticas sostenidas producir el diálogo real, dejar entrar a otros al monólogo cómodo de los amigos de siempre. Sea cual sea la razón, es evidente que hay partes enteras, mayoritarias del país que no han recuperado su derecho a decir y expresar sus miradas, y mientras ello siga siendo así, las perspectivas conservadoras y mercantiles, que no hacen más que reproducir los prejuicios que capitaliza el mercado, seguirán avanzando, y las propias “decisiones” populares seguirán en el absoluto misterio para las izquierdas iluminadas y tecnócratas. Por eso, pienso que es fundamental que haya una participación permanente de los pueblos en los espacios de deliberación política. Esto se traduce en la democratización a todos los niveles, de los movimientos sociales y políticos. Aunque sea con buenas intenciones, estos movimientos no tienen sentido si no se establecen sobre la base de una participación activa y un diálogo permanente en/de/con los sectores sociales diversos que resienten las situaciones de injusticia, y cuyas experiencias son intransferibles en los procesos de transformación democrática.

Ahora adentrándonos a uno de los contenidos del libro, ¿cuál es la importancia de los simbolismos en la revuelta?, ¿cómo se van formando?

Los símbolos van emergiendo al calor del movimiento, y por ello son su mejor expresión pues se constituyen en su reproductibilidad producida colectivamente. No hay símbolos ex ante, deben pasar la prueba de la apreciación colectiva, obtener prestigio interpretativo, volverse propios no para uno, sino para muchos, ojalá para todos. Por eso, en la revuelta, que fue sobre todo callejera, los símbolos surgen y se legitiman en las calles como forma de identificarme en/con/ junto a otrxs. Fueron sobre todo la representación de que estábamos unidos, grupos sociales diversos, en algo común. 

Para mí, hay tres aspectos evidentes, pero no menos notables en los símbolos de la revuelta chilena. El primero, es el estrecho vínculo con la memoria histórica, específicamente con la memoria de la exclusión y la discriminación. Esa memoria fue expresada de manera muy interesante a través de un símbolo que se corporizó en el “perro matapacos”, un kiltro, como es llamado en Chile. El kiltro es un perro callejero muy popular en nuestros barrios, especialmente en las zonas periféricas y poblaciones. Estos animales, normalmente libres, sin hogar establecido, representan desde siempre un conocimiento y una conexión digamos “natural” con la ciudad y con el barrio, que los hace poseedores de una especial sabiduría, que les ha granjeado el respeto de la población. Por ello, connotan sobre todo la fidelidad y la pertenencia. Pero también la exclusión y la marginalización, pues aluden a las clases populares y a aquellos sin voz ni representación, a ese pueblo excluido. Un perro callejero que, además, se percibe como contestatario, pues era el que acompañaba las protestas estudiantiles junto a las y los jóvenes en su movimiento de resistencia por las calles de la ciudad. Hubo otros personajes que emergieron, como Pikachu, el Capitán América, Pareman y Spider-Man. Esta constelación de superhéroes criollizados hacía referencia a la cultura de masas, lo que me pareció muy potente sobre todo porque implicaba un espontáneo pero sofisticado proceso de apropiación y resignificación cultural y una vocación masiva. Y eso es porque inmediatamente, desde el primer momento de la revuelta, en el movimiento se construyeron formas de producir lo masivo, que materializaron la necesidad de conectar con distintos imaginarios y generaciones, incluso a nivel global. Esta producción de lo masivo también implica la producción de una globalidad, una instalación de la revuelta en un plano mayor que trasciende las fronteras nacionales. 

Por otro lado, hay en esta producción simbólica una cuestión de memoria histórica más programática, pero que emerge como una memoria latente, relacionada con la reivindicación y la reaparición de figuras como Víctor Jara, Violeta Parra, Salvador Allende, Gabriela Mistral. Todas estas figuras, reapropiadas y actualizadas, se convierten nuevamente en contemporáneas. Recuerdo una imagen de Mistral en versión flúor, pegada en las calles, que me recordó mucho la idea que tenía Mark Fisher sobre el comunismo ácido, que enfatizaba la necesidad de conectar creativamente con las pulsiones culturales del presente. 

Hubo, entonces, una actualización, reinstalación y resignificación de figuras históricas, así como una fuerte destitución de otras que se creían firmemente asentadas. Hubo una violencia política contra ciertos monumentos que se consideraban consagrados, inamovibles en el imaginario prestigiado de lo nacional, e incluso, de lo regional. Y el movimiento masivo espontáneo contra esos símbolos mostró la fragilidad de las construcciones simbólicas monumentalizadas, así ocurrió con algunos referentes militares e incluso empresariales (es el caso de José Menéndez en Punta Arenas) que fueron destituidos por el movimiento colectivo. Estas acciones los presentaban como inapropiados, es decir, literalmente como si no representaran una memoria genuinamente propia. 

En su lugar, las banderas mapuche estuvieron presentes de manera permanente durante la revuelta, proporcionando energía a figuras muy fuertemente vinculadas desde los primeros días al movimiento. Recuerdo, emblemáticamente la imagen de Camilo Catrillanca en las paredes de la ciudad; y recuerdo también que el 14 de noviembre por la mañana, el cielo de distintas partes de Santiago, incluso de las comunas del sector oriente, amaneció surcado por el ruido de los helicópteros de la policía, justamente el día en que se conmemoraba un año del asesinato de este joven mapuche por agentes del Estado. Recuerdo que ese mismo día las noticias comenzaron temprano anunciando que se gestionaba en el congreso un acuerdo de los partidos políticos; el que, en efecto, firmaron a las pocas horas, en la madrugada del 15 de noviembre. Recuerdo que todos esos signos juntos no me parecieron una casualidad. 

Estas tres constelaciones simbólicas me parecen muy importantes, ya que expresan mucho sobre cómo, a pesar del control que ejercen los medios de comunicación y ciertas visiones elitistas y reduccionistas de la agenda comunicacional, otras memorias circulan, proliferan, por canales nunca del todo previsibles y controlados, y emergen de manera intempestiva en el proceso mismo del movimiento social: es muy importante reflexionar sobre la profundidad y la potencia de las memorias colectivas.

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