Soborno, extorsión y sabotaje por Grínor Rojo

Soborno, extorsión y sabotaje por Grínor Rojo
Convención Constitucional

Cuando la guerra deja de pelearse por medio de las armas y empieza a pelearse pacíficamente, esta vez por medio de la palabra (la palabra oral o la palabra escrita, política, legal, académica, periodística, etc,), cambian los procedimientos. En la guerra caliente, los procedimientos dependían de las orientaciones que provenían de la estrategia y la táctica. Eran procedimientos precisos y quienes los asumían los habían estudiado aplicadamente en las academias militares. En la guerra fría, en cambio, ellos no son objeto de un estudio formal, sino de una práctica aleatoria que, aun cuando sea cierto que cambia de acuerdo al color de las circunstancias, responde en lo esencial a tres modalidades: el soborno, la extorsión y el sabotaje. Procedimientos estos tres que operan en espacios más y menos grandes y que se siguen el uno al otro con grados de eficacia diferentes de manera tal que al sabotaje podría estimárselo como un último recurso. Cuando falla el soborno, se prueba la extorsión y, cuando falla la extorsión, se recurre al sabotaje. Pero veamos.

El soborno, conocido también como “cohecho” y “coima”, es, pudiéramos decir, el pan de cada día en el seno de comunidades con una institucionalidad débil y, sobre todo, con una ética débil. Se soborna al sobornado con un “regalo”, el que puede o no ser en dinero, aunque habitualmente lo es. Regalo que se le hace no a cualquier funcionario/a, sino a aquel/aquella que está disponible para ello, a ese/a a quien los sistemas de fiscalización de la institución en que se desempeña han sido lo bastante laxos como para permitirle actuar, pero además se le soborna porque nadie lo educó en una ética de rechazo del regalo corrupto y no tanto en razón de un imperativo trascendental (religioso, por ejemplo. Recuérdese al Weber de El capitalismo y la ética protestante), sino sencillamente en virtud del daño que la corrupción le causa a la comunidad. 

Una constructora transnacional, una empresa nacional de extracción minera, otra de explotación maderera y una de cultivo de salmones o una quizás menos grande empresa de procesamiento de basura le pagan a el/la burócrata disponible por la ayuda que este/a les presta para la aprobación de sus proyectos. Para la construcción de puertos, carreteras, puentes, edificios, en el primer caso, para la adopción de decisiones medioambientales que no entorpezcan sus operaciones, en el segundo, en el tercero y el cuarto, y para la adjudicación de licitaciones municipales, en el quinto. Esos pagos pueden ser en dinero para el bolsillo o en apoyos para el ejercicio político, como ocurre en el caso del financiamiento de campañas electorales u otras actividades semejantes. 

Todavía un soborno, pero harto más desvergonzado, es el del senador o la diputada cuyos nombres integran el pay roll de una empresa pesquera, la que les paga un sueldo mensual por promover sus intereses en el Senado y en la Cámara. Ayudan ese senador o esa diputada a que unos textos de dudosa pertinencia, que ellos habrán recibido en sus oficinas escritos de antemano, se conviertan en ley. No favorecen esos textos a la comunidad que votó por quienes ahora los están patrocinando, pero sí a aquellos en cuyo pay roll aparecen. Pero en todos los casos lo decisivo es que esas personas hacen lo que hacen porque pueden hacerlo, porque las instituciones en que se desempeñan son débiles, porque (a lo peor, deliberadamente) esas instituciones carecen de las protecciones que podrían bloquear los actos de rapiña de que están siendo objeto. Hay, además del soborno por hacer, un soborno por no hacer y también existe la figura del soborno entre privados, pero yo no voy a entrar aquí en sus detalles.

No puedo dejar de referirme sin embargo a la figura de los altos mandos uniformados, los que se enriquecen con los dineros de su institución. El de ellos es robo químicamente puro, y si hay soborno en esta oportunidad es el de los segundones que por una migaja les facilitan a sus jefes la realización del latrocinio (hubo hace algún tiempo un cabo o un sargento que blanqueaba en los casinos cantidades enormes de dinero que no eran, que no podían ser suyas). No sólo eso, sino que es frecuente que los individuos de los rangos más bajos al interior de la institución de que se trate, cualquiera que esta sea, tengan que pagar ellos mismos por sus traslados y comprar sus pertrechos, uniformes y demás, en circunstancias de que sus superiores se autoasignan ingresos que, aparte de no ser legales, hubiesen servido, justificadamente, para cubrir las necesidades de sus subordinados.

El soborno es relativamente menos criminal que la extorsión, el chantaje o el “blackmail”, como lo llaman los gringos. Pero, como dije arriba, cuando los poderes persuasivos del soborno no bastan para los fines que se busca alcanzar, se aprieta el botón de la extorsión. El funcionario público del caso rechazó el regalo que le ofrecía el ex diputado convertido ahora en lobbysta, no importa cuán dadivoso haya sido, y es preciso encontrar otra manera de convencerlo. Esa manera supone la amenaza de un castigo, y para castigar existen (otra vez) distintas opciones, menos y más cruentas. En el marco del ordenamiento democrático, ensuciar la reputación del que se niega a colaborar ha de ser la más común. Consiste en amenazar al rebelde con hacer público algo poco santo que él/ella hizo alguna vez, o que quizás no hizo pero que se le atribuye, y que tiene por eso una potencia incriminatoria que resulta aprovechable. O colabora con lo que se le ha exigido o la información ensuciante se dará a conocer, y en la actualidad de preferencia a través de las todopoderosas redes sociales. 

Una forma clara de extorsión es la del candidato a la presidencia que amenaza públicamente a los senadores y diputados de su coalición con quitarles su respaldo electoral si es que en el Congreso no votan de acuerdo con sus posiciones. En el mismo sentido, pero ahora a escala macro, también es extorsión la amenaza que hace ese mismo candidato del advenimiento del caos si es que la ciudadanía tiene la mala idea de votar por su enemigo.

Pero la peor forma de extorsión es la que atenta contra la integridad física y psicológica de las víctimas y sus próximos, lo que, si bien no es frecuente en el ordenamiento democrático, sí lo es en el dictatorial. Estamos con esto en el terreno de las violaciones de los Derechos Humanos, en las que incurren los gobiernos de facto como un trámite ordinario. En una circunstancia como esa el castigado estará siéndolo no tanto por haber sido parte él mismo en tal o cual acto de “subversión”, como por negarse a ser cómplice de sus captores acusando a otros. Si delatas a fulano, te soltamos y hasta te permitiremos integrarte a nuestras filas en calidad de informante (los relatos de las víctimas de la tortura pinochetista ofrecen al respecto ejemplos terroríficos). Si te niegas, ya sabes lo que les va a pasar a ti y a los tuyos. Claro está, en los regímenes de este tipo el colmo de la extorsión es la muerte. Al general Prats y a su esposa los asesinaron porque el buen general se negó a colaborar.

En años recientes, las instituciones uniformadas han sido en Chile el escenario de situaciones que remiten a la lógica delictiva de la dictadura y, en particular, como se recordará, a la del dictador. En el Ejército, en el cuerpo de Carabineros, y más recientemente en la Policía de Investigaciones se han detectado operaciones irregulares que involucran la sustracción de cantidades ingentes. Se han formado allí grupos de socios, de ordinario a propósito de fondos que son lícitos en principio, pero manipulables (recursos reservados, compra de materiales, viáticos, etc.), grupos en los cuales intervienen cooperativamente todos aquellos que mantienen algún contacto con esos dineros, en el bien entendido de que si hay alguien que se niega a ser partícipe en el negocio del conjunto se expone a sufrir las consecuencias: una carrera que se truncó a medio camino, unos beneficios (legales) que se dejarán de percibir, el aislamiento por “traidor” de la “familia” uniformada, etc. De paso, diré que en las organizaciones premodernas que perviven en el mundo moderno  -la mafia o los carteles de la droga, por ejemplo-, lo que importa no es la obediencia a la norma libre y racionalmente acordada, sino la lealtad para con el grupo al que se personifica en la figura del “jefe”. Y el mayor delito no es, por eso mismo, la infracción de la norma, sino la traición.

Pero tampoco la extorsión es infalible. Puede fracasar. El/la extorsionado/a resultó más valeroso/a de lo que se presumía y la amenaza del castigo (si es que no el castigo mismo) no lo/la amedrenta. Peor aún: ha aparecido en el horizonte, de pronto e inexplicablemente (¿Cómo? ¿No éramos un ejemplo de satisfacción ciudadana y de probidad a nivel regional e inclusive mundial?), una mayoría de compatriotas que no tiene miedo de manifestar su descontento y de hacerlo en las urnas y también en las calles. Para colmo, esos insatisfechos están logrando ciertas posiciones de poder. Alcaldes/alcaldesas jóvenes, recién electos/as, que someten a auditorías externas e imparciales las prácticas contables que han heredado de las gestiones de sus predecesores, diputados/as que en la cámara les piden cuentas a los ministros, senadores que hacen menos pero que algo hacen. 

Esta ola regeneradora de la ética nacional se expresa más y mejor que en ninguna otra parte en la Convención Constitucional. Como sabemos, la misión de este organismo es producir el fundamento jurídico que debiera acabar con el ordenamiento legal imperante en las diversas esferas de nuestro espacio público y privado desde hace casi cincuenta años. La posibilidad de que de la Convención salga esa nueva ley de leyes, con un tremendo potencial de cambio, es, por supuesto, un peligro vivo para quienes han sido hasta la fecha los dueños y beneficiarios del poder. Y aquí no hay posibilidades ni de soborno ni de extorsión.

¿Qué hacen entonces esos que se sienten en peligro por la perspectiva de cambio que trae consigo una Convención que fue elegida por una amplísima votación popular y cuyos miembros no van a estar disponibles para ser sobornados ni extorsionados? Cierto, ha habido correos amenazadores y más de alguna agresión de hecho, pero nada de eso ha logrado su objetivo, sino el opuesto: el repudio. 

De nuevo detectamos un desplazamiento hacia otro terreno. Este es el que más arriba denominé del “sabotaje”. Podría haberlo llamado del “descrédito” o la “descalificación”, pero he preferido la palabra “sabotaje” por su pedigrí y fuerza expresiva. En efecto, la RAE define sabotaje como “Daño o deterioro que se hace en instalaciones, productos, etc., como procedimiento de lucha contra los patronos, contra el Estado o contra las fuerzas de ocupación en conflictos sociales o políticos”. Y, en una segunda acepción, como la “oposición u obstrucción disimulada contra proyectos, órdenes, decisiones, ideas, etc.”. En inglés, un apartado del Merriam-Webster es más parco: “el acto de destruir o dañar algo deliberadamente de manera de hacer que no funcione correctamente”. El común denominador es, por cierto, la acción concertada para desactivar algo que se encuentra en actividad y está produciendo efectos indeseables. Y esa activación, observa la RAE, se hace recurriendo al “disimulo”. En otras palabras, al no poder sacar la castañas con la propia mano, se opta por sacarlas con la mano del gato.

¿Cómo? Con una ofensiva que no parezca una ofensiva, sino un noble deseo de perfección o, por lo menos, el reclamo por un mayor grado de formalidad en el modo como se hacen las cosas. Pero la verdad es otra. No se cuestiona con el fin de corregir y mejorar, sino para exponer la ingenuidad, la incompetencia y en definitiva la inutilidad de los esfuerzos que se hacen al interior de un organismo donde los atacantes representan a una minoría que paradojalmente detesta el proyecto para cuya redacción se hicieron elegir. Es decir que el afán de perfección o la búsqueda de una formalidad más fina que arguyen son meros pretextos con los cuales “disimulan” el propósito de erosionar el trabajo que está en marcha, hasta que la erosión haya terminado de hacer lo suyo, hasta que haya creado las condiciones para que los mismos que impulsaron el experimento lo reviertan. Que un plebiscito similar al que creó la Convención Constituyente la declare abolida.

Erosionar interna y externamente, entonces. En el interior de la Convención, saboteando en dos frentes. Primero, mediante el incumplimiento de sus obligaciones por parte de los funcionarios gubernamentales que estaban encargados de proporcionarle al organismo las mejores condiciones de funcionamiento posibles. Y, en segundo lugar, a través de la voz de quienes discrepan con las decisiones adoptadas.

Externamente, entre tanto, la erosión está a cargo de un aparato comunicacional poderoso, que se hace eco de los discursos adversos y que no sólo los reproduce, sino que también los magnifica. La Convención está integrada por algunas personas, se dice (y sabemos a quienes se alude), que no poseen la educación que hace falta para una tarea como esta, la Convención vulnera el derecho de las minorías, la Convención incurre en gastos injustificados, la Convención habla de “territorios” en vez de “regiones” y de “pueblos” en vez de “república”, la Convención se ha “mapuchizado”, la Convención se mete en asuntos que no le competen y su presidenta elude pronunciarse sobre los estragos que causa el “terrorismo mapuche”, la Comisión veta a individuos elegidos libremente por sus conciudadanos para participar en sus distintas comisiones (no le debiera importar si se trata de ex servidores de la dictadura y pinochetistas convencidos), los modos de comunicarse en la Convención (lengua, dignidades, símbolos) no son los que corresponden. En fin, la lista es más larga todavía, pero la mala intención es la misma. Especial énfasis se pone en los reclamos por la falta de respeto para con los emblemas patrios cuyo maltrato o desconocimiento hiere a la ciudadanía en lo más íntimo y sagrado.

Trabajo de termitas, y que rinde frutos. La confianza de los ciudadanos en la Convención Constitucional aún es grande, pero no es la misma que la de antes de su puesta en ejercicio. Hay temor. Pareciera ser que el sabotaje rinde. Con todo, yo creo que en este nivel, como en los otros dos, la mala intención va a fracasar, que el abuso de poder y la soberbia de clase perderán una vez más la partida, que la Convención nos va a dar finalmente la Constitución antioligárquica, antidiscriminatoria, democrática, plurinacional, descentralizada, honrada y generosa que la gran mayoría de los chilenos esperamos.  

 

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