Desde la Constitución de 1823, todos los textos constitucionales señalan que en Chile “no hay esclavos”. La propuesta 2022 de nueva Constitución recoge lo anterior con otra redacción: “Queda prohibida toda forma de esclavitud”(art. 25). Esto se vincula con el derecho a la igualdad: “toda persona tiene derecho a la igualdad” (sustantiva, ante la ley y la no discriminación). “Se prohíbe la esclavitud” (art. 63): Toda forma de esclavitud, y el conjunto de prácticas que despliega (trabajo forzado, servidumbre, trata de personas), es repudiable y se debe sancionar. Por lo mismo, el Estado creará una política para erradicarla (art.63).
Estos artículos permiten una lectura histórica, atenta al enlace con la esclavitud “legal” género-racializada colonial y de inicios de la República que hizo, y hace parte de la sociedad chilena. La esclavitud como institución, forma de relación y de (re)producción, nos constituye. Desde el activismo afrochileno y feminista antirracista afrodescendiente, como las investigaciones históricas al respecto, se viene insistiendo en esto hace al menos dos décadas en Chile.
El 24 de julio de 1823, hace 199 años, se decretó el fin de la esclavitud en Chile, cinco meses antes de la sanción de la Constitución de diciembre de 1823, y luego de un proceso de abolición gradual iniciado en 1811 que tuvo entre sus medidas más “innovadoras” la ley de los vientres libres. Sin embargo, fue un final sin fin, pues hubo trabas para que las personas esclavizadas fueran efectivamente libres, como bien lo indican las aclaraciones a la ley de abolición unos días después, el 28 de julio de 1823.
Los hombres debían constatar un oficio que asegurara que no se dedicarían a la vagancia. Las mujeres, en tanto, debían certificar vivir en casa de “honradez”. Ese Julio de 1823 supuso, entonces, una libertad diferenciada y reformuló el horizonte conceptual de la servidumbre: continuar la esclavitud de otro modo, sin esa palabra porque, según el artículo 8 de la Constitución de 1823, “en Chile no hay esclavos”. En ese mismo texto constitucional se suspendía la ciudadanía masculina, entre otras cosas por “falta de empleo, o modo de vivir conocido”; o por la “condición de sirviente doméstico” (art.13).
Esto es parte de una historia que se relaciona con estereotipos de raza, clase y género proyectados sobre los grupos populares y, en particular, las personas de ascendencia africana. Esta larga y compleja historia obliga a reflexionar sobre la construcción de lo humano y la diferencia género-racializada que se configuró en diversos discursos: desde el religioso que sustentó la invasión colonial, la esclavitud, y las jerarquías sociales y culturales; hasta el proto científico de corte Ilustrado que, desde mediados del siglo XVIII, desplegó diversos fundamentos para naturalizar el racismo y el sexismo.
Además, y siguiendo a historiadoras como Magdalena Candioti en Argentina o María Eugenia Chaves en Colombia, en el siglo XIX conceptos medulares como “nación” y “ciudadanía” estaban articulados paradójicamente con la esclavitud. De ahí el ambiguo lugar que lxs descendientes de africanxs tuvieron en las nuevas condiciones políticas generadas por las luchas de la Independencia. En Chile, Montserrat Arre y Tomás Catepillán han puesto especial atención al análisis histórico del concepto “raza” y su vínculo con la categoría “nación”. Desde una lectura psicoanalítica, en tanto, Sebastián Sampieri propone la correlación entre domesticación y raza para comprender el lazo social que puede ser tan aglutinante como arrasador.
Ahora bien, esta historia que intento sintetizar adquiere mayor complejidad y potencia desde enfoques feministas, antirracistas, decoloniales e interseccionales. Recordemos que el principio jurídico “el parto sigue al vientre” sostuvo la empresa esclavista en los cuerpos y vientres de las mujeres esclavizadas de origen africano en las Américas.
La trata trasatlántica y la esclavitud fue un estrago de 400 años, en la década de 1990 la UNESCO lo consideró un crimen de lesa humanidad. Por esto, entre otras razones, es de gran relevancia que, gracias a las organizaciones feministas antirracistas negras, el 2020 se haya reconocido en Chile el 25 de julio como el Día Internacional de la Mujer Afrolatinoamericana, Afrocaribeña y de la Diáspora; día que desde hace 30 años se conmemora en otros países.
Además, producto del acuerdo con la Coordinadora Feministas en Lucha, se cambió la fecha de la Marcha por el Aborto Libre, que desde 2013 era el 25 de julio, para el último día de dicho mes. Además, desde 2020 la Marcha se nombró Antirracista por el Aborto Libre. Tanto la conmemoración del Día de las Mujeres Afrodescendientes como la articulación entre las luchas feministas antirracistas afrodescendientes y las del aborto libre son de una densidad temporal notable: remece la profundidad de los fundamentos coloniales, racistas, esclavistas y heteropatriarcales en tiempos de conservadurismo neoliberal.
Una parte de las resistencias y violentas discriminaciones de diversos sectores hacia lxs afrodescendientes en Chile se relaciona con esa historia que se encuentra suspendida y que habita intensamente el presente. En el caso del pueblo tribal afrodescendiente que, luego de una ardua lucha fuera reconocido como tal en 2019 por la ley 21.151. Esto quedó en evidencia en los debates de la Convención Constitucional. En la actual propuesta constitucional se reconocen sus derechos culturales así como su ejercicio, desarrollo, promoción, conservación y protección (art. 93). El artículo 162, en tanto, asegura la creación de un registro que, eventualmente, pudiera implicar acceder a escaños reservados.
En la reiteración histórica del “no hay esclavos” se expresa, no obstante, una paradoja cruel: al mismo tiempo que se inscribe constitucionalmente en el siglo XIX para frenar la esclavitud, pareciera colarse una negación en tanto que desconocer, en tanto que negación de existencia histórica: Ausencia visible y retroactiva.
En atención a los artículos 25 y 63, la esclavitud es explícitamente inaceptable; por ende, nos recuerda que alguna vez fue aceptable. Esto no es solo repertorio jurídico, es una repetición diferente que establece un límite explícito, necesario y urgente. Sabemos también que la ley no transforma necesariamente prácticas ni formas del vínculo social y político. No obstante, ese “queda prohibida la esclavitud” en la actual propuesta constitucional, y su entrelazamiento con otros artículos dentro del texto constitucional, pudiera ensayar una forma de elaboración del trauma histórico producido por esa negación nacional. Para abordar su complejidad, las reflexiones de pensadoras feministas antirracistas, de la diáspora y la esclavitud, de su memoria y temporalidad, como Angela Davis, Saidiya Hartman, François Vergès o Yuderkis Espinoza son fundamentales.
Desde julio 2021 la redacción, reflexión e imaginación política de lo por venir, que se desplegó en el debate de la Convención Constitucional, narró historias que resonaron en Octubre 2019 de manera evidente. Nuestra(s) Historia(s) se volvió(ieron) a escribir de múltiples maneras. La nueva Constitución contiene, así, verdad histórica situada y opera como una invitación conmovedora para hacernos cargo de las palabras que la han descrito. Vamos pues con el pasado por delante. Sus palabras son cadencias semiótico-materiales que, por lo mismo, no se las lleva el viento.